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Porfirio Díaz y el trasfondo de su reelección perpetua

  • Foto del escritor: Jesús Arroyo Cruz
    Jesús Arroyo Cruz
  • 12 jun
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 27 jun

Durante décadas, la figura de Porfirio Díaz ha sido reducida al estereotipo del dictador que se aferró al poder durante más de treinta años, contradiciendo sus propias promesas de no reelección. Esta visión, ampliamente difundida por la historiografía revolucionaria, se ha mantenido como un lugar común en la memoria colectiva mexicana. Libros de texto, discursos oficiales y monumentos históricos reforzaron durante generaciones la narrativa de que Díaz encarnaba todo lo que la Revolución Mexicana quiso combatir: autoritarismo, desigualdad y represión.


Sin embargo, al examinar con mayor detenimiento los documentos, testimonios y maniobras políticas del porfiriato, surge una imagen más compleja y contradictoria. No se puede entender su longevidad política únicamente como un acto de terquedad personal, sino como el resultado de un sistema construido con precisión, basado en equilibrios, pactos y una estrategia de contención social y política. El mito de la reelección perpetua, repetido sin matices, no resiste el análisis histórico riguroso cuando se confronta con las tensiones internas del régimen, sus intentos —aunque fallidos— de sucesión, y el propio reconocimiento de Díaz sobre su condición finita y mortal como jefe de Estado.


Entre el orden y el desgaste

Cuando Díaz llegó al poder en 1876 con el Plan de Tuxtepec, lo hizo precisamente en nombre del principio de no reelección. Tras un breve retiro durante el mandato de Manuel González, regresó en 1884 y desde entonces se mantuvo en la presidencia de manera continua hasta 1911. Pero su prolongada permanencia no fue producto de un simple capricho autoritario. Fue, en gran medida, el resultado de una estrategia de alianzas con el ejército, la Iglesia católica, el grupo llamado de los científicos y, sobre todo, el respaldo tácito del gobierno de Estados Unidos.


¿Aferrado al poder o planificador de la sucesión?

La idea de que Porfirio Díaz buscó perpetuarse a toda costa en el poder es cuestionada por el historiador José Antonio Martínez Álvarez en La fallida sucesión de Díaz: Ensayo histórico, obra en la que se revisan los proyectos sucesorios impulsados por el propio mandatario desde finales del siglo XIX y principios del XX, Díaz intentó ensayar una transición controlada del poder. Entre sus opciones figuraban José Yves Limantour, con un perfil tecnócrata y civilista, y Bernardo Reyes, general con apoyo militar y social. Ambos fracasaron como posibles sucesores.


El problema no fue la ausencia de un plan de sucesión, sino el desmoronamiento de sus pilares. Reyes se precipitó en sus ambiciones políticas y fue removido; Limantour no logró construir suficiente legitimidad pública. El fracaso en la sucesión, evidenció la fragilidad institucional del régimen.


La entrevista Díaz-Creelman y su posterior tormenta

En 1908, Porfirio Díaz concedió una entrevista al periodista estadounidense James Creelman, donde declaró que México estaba listo para la democracia y que no buscaría reelegirse en 1910. El efecto fue devastador, se desataron expectativas de apertura política y proliferaron grupos de oposición. No obstante, al no concretarse una transición real ni retirarse de la contienda, Díaz quedó atrapado entre su discurso aperturista y la realidad política que él mismo había moldeado.


El surgimiento de Francisco I. Madero capitalizó este vacío. Cuando Díaz optó por postularse nuevamente y reprimir a sus oponentes, la narrativa del dictador que rompía su promesa pública tomó fuerza. La Revolución Mexicana estalló poco después.


¿Por qué se mantuvo tanto tiempo?

La estabilidad relativa que logró Díaz, especialmente en comparación con el caos de los gobiernos anteriores, generó una inercia política difícil de romper. Su régimen ofreció progreso económico para ciertas élites y estabilidad para el capital extranjero. Pero también marginó a amplios sectores sociales y reprimió cualquier disidencia significativa. Su prolongada permanencia en el poder respondió, en parte, a una cultura política patrimonialista, más que a una ambición personal sin freno.


El mito y su utilidad

Reducir a Porfirio Díaz a un tirano aferrado al poder sirve a la narrativa justificadora de la Revolución. El mito de la reelección perpetua encaja perfectamente con la necesidad de legitimar la ruptura violenta de 1910. Pero una revisión crítica del periodo muestra que Díaz, aunque autoritario, también buscó formas de institucionalizar el poder y prevenir una sucesión traumática. Falló en el intento, pero no por falta de voluntad.


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Una manera distinta de entender la sucesión de Díaz

La historia de Porfirio Díaz no puede entenderse sin matices. Su largo fue el reflejo de una estructura de poder compleja, construida con paciencia, pragmatismo y una visión de estabilidad que buscaba evitar el caos que había marcado gran parte del siglo XIX mexicano. Este entramado se sostuvo mediante equilibrios delicados entre el ejército, los capitales nacionales y extranjeros, la Iglesia católica y una élite intelectual aliada al positivismo.


El fracaso de su intento de sucesión revela más sobre las limitaciones del régimen —su rigidez, su falta de institucionalización democrática y su dependencia de la figura presidencial— que sobre una supuesta obsesión personal con el poder. Atribuirle a Díaz un deseo irracional de perpetuarse es desconocer los múltiples factores estructurales que condicionaron su larga permanencia en el poder. En lugar de repetir el mito, vale la pena comprender el proceso. Un intento —fallido, pero real— por garantizar la continuidad sin ruptura, por institucionalizar el cambio sin renunciar al control, por ensayar una salida que no condujera al abismo que finalmente llegó.


Portada del libro La fallida sucesión de Díaz: Ensayo histórico

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